Recuerdo que mi madre me regaló este cuaderno hace quien sabe cuantos a?os. Me pareció siempre tan hermoso que jamás pude usarlo de diario, como se suponía. Alguna vez pensé en decorarlo con poesía, pero no podía concebir la idea de que mis palabras fueran suficientemente buenas para romper la pureza de la primera página.
Luna, oh luna
reflejos en las copas
y en las flechas.
Me resulta tan irónico, entonces, que lo haya tenido que mancillar con tal bruta desesperación aquella noche de guardia.
Era pasada la medianoche, con un cielo nublado y un viento suave y reconfortante, característico de la estación de las hojas. Así, en la oscuridad distante del bosque, divisé un fuego de antorchas a unos 7 kilómetros al sur de mi torre de vigilancia. Este brilló por solo unos pocos segundos, pero suficientes para llamar mi atención. La torre está lejos de cualquier asentamiento humano, pero aún así podía ser un viajero o refugiado escapando de las guerrillas del sur. Mas no podía dejar pasar la peque?a chance de que ese no sea el caso; cualquier problema sería mi responsabilidades, después de todo. Entonces tomé todas mis cosas, incluyendo a Fr?lj, y descendí con un salto decidido en aquella dirección. Mi ropa se sacudió violentamente durante la caída, golpeándome el rostro y enredándose con mi cabello, antes de suspenderse sutilmente a tan solo centímetros del suelo cuando mi aterrizaje se amortiguó. El peque?o dragoncillo gris aterrizó poco después sobre mi hombrera, bostezó y se acurrucó tras mi cuello como una bufanda.
Aquella luz en el bosque no volvió a hacerse ver, pero habiendome acercado a la zona aproximada de dónde la había visto antes pude rastrear el pisar irregular de lo que parecían ser al menos media docena de individuos. Con su paso habían quebrado las hojas secas y ramitas caídas, dejando un rastro que me resultó claro y evidente. Además, un aroma remanente, sutil pero extra?o, acompa?aba este sendero: una mezcla de azufre y cloro, suficientemente asqueroso para no poderlo ignorarlo. En su momento me resultó vagamente familiar, pero no lo pude reconocer. Seguí esta pista por unas pocas horas. Claro que podría haberlos alcanzado mucho antes sin esfuerzo alguno, pero quise mantener mi perfil bajo y el ruido al mínimo. No sabía a qué me enfrentaba realmente, ni qué hacían allí.
Cuando por fin estuve suficientemente cerca, pude confirmar mis sospechas: no eran humanos ni elfos, pues su lengua me era totalmente incomprensible. Hablaban con la rusticidad y los chasquidos característicos de los ferinw?i. Era extremadamente extra?o encontrar conscriptos tan profundo dentro de nuestras tierras, por lo que consideré que podrían ser salvajes, ignorantes a la guerra, pero aún así debía asegurarme. En cualquiera de los casos, además, su presencia allí era un crimen: por deserción o traspaso, debían ser castigados debidamente.
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Encontré al peque?o grupo, el cual confirmé que se componía de 7 individuos, todos agachados investigando algo. Luego confirmaría que aquello se trataba de un mapa rústico pero acertado que demarcaba un camino zigzagueante, evitando las torres de vigilancia y otras locaciones pobladas, y con destino a la Fundición de Udür’Siffhen. Esto hubiera sido suficiente para incriminarlos y encerrarlos hasta el día de su muerte en una celda profunda, húmeda y olvidada, en caso de un juicio piadoso. Pero era quien los guiaba y ordenaba lo que terminó de condenarlos al filo de mi espada. Sabía que no tendría que darle explicaciones a nadie respecto a mis acciones una vez que mencionara lo que ví aquella noche. Aquella criatura apenas excedía la altura de los ferinw?i por unos centímetros, pero las escamas que cubrían su cuerpo, el brillar enfermizo de sus irises rasgados y el hedor que se filtraba de sus dientes serrados lo delataron fácilmente. Hacía décadas que no veía un Lodralw? con vida, pero el asco que me produjo fue como la primera vez.
No esperé a que se levantaran para atacar. No disfrutaría del horror en los ojos de aquellas criaturas, que como peones deberían estar actuando sin entender lo que hacían. Siquiera sabrían qué los había atrapado. Como un torbellino de acero, enfrentando la resistencia mínima de sus cuellos, separé las cabezas de sus torsos.
El Lodralw? que los guiaba, en cambio, no gozó de esa misma piedad. Sus ojos se abrieron en desesperación al ver a los miembros de su séquito ser remplazado por mi silueta difusa y la sangre goteando de mi filo. En ese instante supo que no volvería a ver su hogar y por eso, como un animal acorralado, intentó dar pelea. Con un grito gutural se lanzó hacia mí, extendiendo sus garras directo hacia mis entra?as. En respuesta, dejé caer la punta de mi espada casi hasta el suelo para después volver a alzarla con un poderoso movimiento giratorio horizontal, encontrando en el ápice a sus antebrazos. Carne y hueso fueron atravesados con igual facilidad. Aún con sus extremidades tendidas en el suelo, la criatura pegó un salto para intentar alcanzar mi rostro con sus fauces, ataque que detuve con la parte baja de mi brazal derecho. Con sus hoscos dientes intentando penetrar el acero, comenzó a hablar en Thalth’an, el idioma roto de los humanos.
“Sus esfuerzos son banales, elfa.” Dijo toscamente, con su lengua impedida de soltura. “El hijo del Antiguo Se?or está aquí. él unirá las estirpes, lloverá fuego y conquistará vuestras tierras. Arrodíllate ante él y-”
No pude dejarlo terminar. Por impulso rabioso, atravesé su garganta con una daga. El gorgoteo de su yugular y la sangre que esta escupió en mi rostro resultaba menos asqueroso que sus profanidades.
Dejé los cadáveres a merced de los lobos y cuervos, y entonces fue cuando me ví obligada a tomar este cuaderno y escribir en él por primera vez. Debía reportar este incidente con urgencia y mi torre estaba lejos. Arranqué la primera hoja con pesar y describí todo lo sucedido con tinta cerúlea, la cual se desvanecía poco después de aplicarse. Até la nota a la cola de Fr?lj y le comandé que la lleve directo al Panteón del Ocaso. El dragoncillo extendió sus enormes alas, elevándose rápidamente hacia el cielo, y se montó a una corriente de aire hacia el noreste, desapareciendo en el velo de la noche. La Nixnée debía enterarse de esta incursión lo antes posible. Todo el Imperio debía enterarse, de hecho. Los rebeldes sabían la locación de una dracofactoría.