El viento sopla gélido en las primeras horas de la madrugada. En el cielo, las nubes visten de azul marino y presumen su oscuridad. La Nieve se desliza en una danza lenta y errática sobre el horizonte azul que es el río.
Mana se encoge de dolor en un gesto, mientras Siel le trata las heridas. Algo aburrida de la situación, su ojos se desvían hacia el peque?o erizo, quien bebe relajado de la superficie con su peque?a lengua.
—Parece que aún no se cansa de nosotros —se?ala la chica.
—Ya es como parte de la familia —Siel escurre un trapo, y luego comienza a pasárselo cuidadosamente a Mana por la piel—. ?Es que te cuesta aceptarlo?
—Bueno, no es eso… —Mana frunce los labios—. Es que como le pusiste ese nombre… ?Ahora me entra el hambre cada vez que lo oigo!
—Si fuiste tú, Mana. —Siel suspira, luego desvía la mirada—. No creas que no lo entiendo. Lo duro que debe ser.
—?A qué te refieres?
—A tu amor por la comida. Y lo escasa que es últimamente.
—Ya… —Mana mira al cielo—. Pero antes era aún peor...
El chico comienza a llenar un bidón de plástico bajo la suave corriente. La chica mira al cielo, sentándose sobre la hierba escasa.
—Ya son meses… —se dice ella—. En aquel entonces, el cielo estaba limpio. De hecho, más limpio que nunca. Brillaba con luz propia.
—Oh… ?Cuándo? —El chico se esmera y gira el tapón de la garrafa. Ella responde:
—El día en que me quedé sin hogar —Mana hace una pausa, luego extiende una mano hacia el cielo—. Ahora las nubes dan miedo, ?pero entonces el cielo estaba a todo color! Resplandores verdes, rojos y amarillos…
—Vaya...
Siel Inclina la cabeza, algo vacilante a seguir indagando. La mira de reojo. Cuando finalmente decide hablar, un fuerte chapoteo distrae la atención de ella.
—?Siel! —Mana se levanta de un salto—. ?Se está cayendo el cielo?
—No es posible que...
—?Creo que se cae el cielo!
El chico suelta un suspiro frustrado. Sin el coraje para reiniciar la conversación, y finalmente queda en silencio.
Horas más tarde, los dos prosiguen su camino atravesando el gran puente. Mana arrastra al TES, llevándolo atado a su cintura, y Siel también ayuda empujándolo desde un lado.
—Caminar por aquí me quita el alma. —Mana suspira exhausta—. Todavía no se ve ni el final...
—Ya…
—Estoy empezando a pensar que nos imaginamos la gran monta?a —dice Mana—. ?Tú la has vuelto a ver?
—Sí…
—Oye… —Mana se vuelve con un mohín—. ?Me estás ignorando?
—?Oh, no! —Siel abre mucho los ojos—. ?No era mi intención!
—Pero lo estabas haciendo…
Siel inclina los ojos con una nerviosa sonrisa en el rostro. Mira sus pies, fotografiando cada uno de sus pasos. Poco más tarde, repara en unos mensajes por el rabillo del ojo. Tras leerlos y comprender su significado, se vuelve hacia a Mana. Pero ella parecía despreocupada de todo aquello. Solo bosteza, sin alejar la vista del frente.
—Oye… —dice Siel al cabo—. Las personas… ?dónde están? ?Por qué está todo tan vacío? —el chico la mira—. ?No te inquieta eso?
—No especialmente —Mana se rasca un lado de la cabeza—. Por ahora te tengo a ti, ?o no?
—No puede servirte con solo eso...
El viento transporta unos gemidos y un llanto. Al cabo de unos minutos, una silueta aparece entre las húmedas brumas. Una mujer anciana, vestida de blanco, entrelaza las manos en un arrullante mantra.
—?Qué hace? —se susurra Mana.
Siel da un paso al frente, cuando de repente la figura se vuelve, con unos ojos endebles, arropados por arrugas incontables.
—Vosotros, ni?os… —pronuncian unos labios enjutos—. ?Vosotros también?...
—?También, qué? —cuestiona Mana.
La mujer se vuelve completamente. Su ropa holgada danza con el viento.
—Este es el Puente de la Vida —comienza a decir—, porque donde una vida acaba, otra comienza. ?Lo sabíais, ni?os?
—?Se refiere al concepto de ?renacimiento?? —le cuestiona el chico.
—Oh… —la anciana junta las palmas de las manos—. Es hora para mí obtener una nueva vida —la anciana muestra una sonrisa—. Lejos de las máquinas.
—No lo haga —exclama Siel.
—?Por qué no, Siel? —interviene Mana—. Ella ya está muy anciana.
Justo entonces, la mujer frunce los ojos; pues algo gigante, detrás de la chica, se alza funesto ante su cansada visión.
—No funciona así —le explica Siel a Mana— es solo una creencia. No es real.
—Pero ella lo cree con toda firmeza.
—Eso no lo hace mejor.
—?No lo entiendo!…
—No hace falta que...
—?Diablos! —le interrumpe la anciana, con los ojos muy abiertos y levantando un tembloroso dedo—. Detrás… detrás…
—?Eh? —Mana pesta?ea por un instante. Luego se vuelve despacio—. Ah, es solo mi amigo Chinchin.
—Un momento, Mana —detiene Siel.
—?Qué quieres ahora?...
—Creo que la mujer le tiene miedo.
—?Eh? —Mana cruza los brazos—. ?Miedo a Chinchin? Imposible.
El chico regresa sus mirada a la extra?a de blanco, cuyos ojos buscan el socorro. Con una solemnidad repentina, comienza entonces a recitar un sutra en voz muy baja, para luego comenzar a subir por el borde del puente, la reja del cual había sido abierta dejándose un extendido orificio que ahora abre un portal a pleno centro del río.
—?Aguante, se?ora! —El chico corre hacia ella y le agarra el brazo—. ?No tiene por qué hacer eso!
—Ah… esto… —improvisa Mana—. ?Seguro que alguien se preocupa por usted ahí fuera! —intenta a la desesperada, tirando de los trapos blancos—. ?No tire la toalla!
Los ojos de la mujer están vacíos cuando la consiguen apartan del borde. Los dos ni?os la dejan descansar junto a la barrera del puente. Un foco se ilumina entonces en la pared, revelando unos caracteres grabados en ella.
—Qué caliente... —la mujer aprieta con fuerza las manos de ambos, y luego se deshace en una sonrisa—. No recuerdo la última vez que me tocaron.
—Ha debido estar muy sola... —Siel se acuclilla junto a ella.
—?Aún tienes miedo? —Sin soltar su mano, la chica se inclina sobre las rodillas.
—Tengo miedo… —dice la anciana, como pensando—. Miedo del mundo. Del avance de los hombres. Del conflicto entre fuerzas invisibles y poderosas. Tengo miedo de la humanidad, de las máquinas… y también… Miedo de mí misma.
—?No hay razón! —Mana le aprieta la mano—. ?Mi amigo Chinchin nunca haría da?o a una mosca! ?Y protegerá a los débiles!
—?Es eso cierto?... Humanos y máquinas… ?podemos ser amigos?
Los labios de la anciana se fruncen. Siel la ayuda a levantarse. Con el apoyo de las cálidas manos de ambos, la anciana se acerca al gran TES. Tras mucho dudar, posa una mano sobre su carcasa.
—Una criatura del hombre —exclama despacio—. Nacida de la avaricia, la arrogancia y la presunción. ?Por qué debería aceptarla como un igual?
—Porque no es más que una herramienta —le explica Siel—, igual que el bastón que permite al anciano volver a andar.
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—Si no podemos confiar en nosotros mismos... —replica la anciana—, ?cómo vamos a confiar en las máquinas?
—Aceptamos que tenemos límites... —razona Mana—. ?No querría ahorrarse sufrimiento? Las máquinas pueden ayudar con eso… porque Chinchin siempre lleva mi carga y me protege...
La anciana se dibuja una endeble sonrisa.
—Entiendo... ?Creéis que debería vivir sin importar cómo? Aprovechando cualquier oportunidad. ?Es eso? Utilizar a los fuertes para que los débiles puedan vivir un día más.
—?Por supuesto! —Mana aprieta el pu?o—. Mientras viva, ?tal vez le lleguen momentos aún más felices!
—Ya veo. —La anciana vuelve a sonreír, bajo el vaho, acariciando sus arrugadas manos—. Ni?os, debo pediros un favor —exclama la anciana—. ?Podríais llevarme a mi hogar? Hace ya mucho frío.
Mana y Siel se miran y asienten. Minutos más tarde, los tres comienzan a caminar. Una ciudad gris y esquelética, de torres gigantes y edificios vacíos.
El destino final es un peque?o cubículo junto a unas vigas, cuyo único techo se encuentra a veinte metros del suelo.
—Poneos cómodos por aquí —clama la mujer—. El fuego aún está caliente.
Mana mira a su alrededor, mientras cruza con cuidado entre los escombros. Los sudores envuelven su rostro cuando se da cuenta de que la anciana se refería a un trozo de cartón en el suelo.
—Usted... ?vive aquí?… —le cuestiona Siel.
—?No os gusta mi hogar? —La anciana lanza basura a un barril, que estaba encendido antes de llegar—. Antes tenía unas vistas preciosas de la ciudad. Era la ciudad más próspera.
—Esto no es más que un cementerio —susurra Siel.
—Nos prometieron el oro y el moro —prosigue la anciana—. Pensabamos que estaríamos a salvo para siempre en la gran ciudad. Que pagar sus altos intereses se correspondería con un futuro estable. Y sin embargo, esta ciudad fue la primera en caer.
—?Qué pasó? —Mana se acuclilla y arrastra un bloque de cemento, en el cual se sienta—. ?Por qué todo se acabó?
—Porque nada dura eternamente —exclama sin girarse—. Ni siquiera la inocencia.
La anciana queda en silencio. Mana mira a Siel, quien desvía su mirada a tierra.
—Las máquinas —continúa la anciana—. Dijeron que fueron las máquinas, fuera de control. Rabiosas, enfadadas por haber sido engendradas… se revelaron contra sus creadores —arrojando un trozo de madera, a?ade solemne—: Esto es lo que queda de sus caprichos artificiales. Una sentencia de muerte para los humanos.
—?Pero por qué no te marchas? —formula Mana—. Estas no son condiciones para vivir.
—Oh, he estado a punto de lograrlo. —La anciana se vuelve con una extensa sonrisa—. Vosotros me habéis detenido, adulándome, con lengua de plata.
—?Qué?...
—Pero eso no es… —interviene el chico.
—No tengo nada que ofreceros —corta la anciana—. Lo único que puedo hacer es disfrutar de vuestra compa?ía todo lo posible...
—Nosotros tenemos que irnos —exclama Siel—. ?No es así, Mana?
—?Iros? —La anciana relaja sus párpados y sus ojos quedan a media asta—. ?Que queréis iros? Eso es injusto.
—Tenemos que continuar —dice Mana—. La ciudad está mejor más allá, y hay casas habitables. —Luego mira al chico diciendo—: ?Verdad que sí?
—Y usted —a?ade Siel—. Usted también debería marcharse.
—?Marcharme? —Los ojos de la anciana se endurecen—. Al menos las máquinas no volverán a este yermo. Y estando cerca del Puente de la Vida… ?solo un necio se marcharía de este lugar!
El repentino grito asusta a Mana. Por detrás de ella, el peque?o erizo olisquea entre los escombros, descubriendo un rastro antiguo en una tela manchada.
—?Por qué me habéis detenido? —exclama la anciana—. ?No entendéis el extremo en el que nos encontramos?
—Pensar en la muerte no está bien —dice un sombrío Siel.
—?Quién ha pensado en la muerte? —rechaza ella en un gesto—. ?Solo pensaba en la vida! ?La nueva vida que me espera!
—?Y si supiera que no hay una nueva vida? —alega Mana—. ?Qué haría entonces?
—La posibilidad está ante los ojos. Deberíais entenderlo. ?Por qué quedarse atrás? Hay que seguir hacia adelante.
La anciana avanza unos pasos. Sus pies desnudos y llenos de cortes atraviesan los escombros que resuenan bajo su roce.
—Vosotros también os merecéis una segunda vida. Pero el miedo os echa para atrás. Igual que a mí. ?Pero el miedo es mío y para mí! Igual que vosotros. ?Yo no tengo miedo en ayudar a los que lo necesitan!
Dos brazos atrapan a Siel desde atrás, y otros dos enganchan a Mana por bajo los sobacos. Alguien se lanza hacia el erizo con un salto, pero el animal lo esquiva y retrocede hacia una esquina, endureciendo sus espinas y mostrando los dientes.
—??Qué estáis haciendo!? —grita Siel.
—Quisisteis que viviese un día más —responde la anciana—. Tuve miedo de dejar esta máquina en la ciudad… pero mi afán de ayudar es más fuerte.
La anciana hace un gesto y da una orden. Tres individuos más surgen con palos y comienzan a golpear al TES con gritos desesperados, atizando el metal con golpe rítimico hasta el punto de que algunas placas se desprenden de su armazón.
—??Noo!! —Mana alarga el brazo entre sus atacantes—. ??Chinchin!!...
—?Una máquina jamás será tú amigo, estúpida ni?a! —clama la mujer con ojos violentos—. ?Ni siquiera sois dignos sacrificios!
Un cuchillo asoma tras la nuca de Mana, cortándole un par de cabellos al presionarle su piel.
—Pero la carne es carne —exclama la anciana, alzando holgado brazo—. Si renacéis en nuestros vientres, vosotros también os purificaréis.
—?Estáis locos! —grita Mana.
—?Nos uniremos a vosotros! —exclama Siel—. ?Suéltanos!
El hombre que sostiene a Mana mira hacia atrás, distracción que Siel aprovecha en el acto. Con un movimiento rápido de pies levanta una piedra y la empuja con todo el peso la planta del pie, acertando a golpear en la espalda del atacante, quien se estremece por un instante, suficiente para que Mana, libre, corra hacia su amigo.
—?Mana, no! —grita Siel—. ?Tienes que huir!
Un hombre calvo ejecuta un tajo diagonal con su cuchillo y Mana grita, cayendo sobre Chinchin con un corte transversal cruzándole desde el hombro. La sangre viva recorre el gris metal de la máquina y se desliza lentamente por los peque?os orificios.
—?Mana!...
Siel es reducido en el suelo por un hombre musculoso, oculto tras unas vendas. El calvo retrocede, algo tenso por la visión del TES.
—?Qué haces, estúpido? —grita la anciana—. ?Una máquina sin operador no es más que un mueble!
—Cl-claro, Abuela —el hombre seca su sudor—. ?Pero y si se enciende…?
—?Alejáos de Chinchin! —Mana extiende los brazos y lo oculta—. ?No le pondréis un dedo encima!
—Tranquila, ricura —la anciana le sonríe—. Todos pasamos alguna vez esa enfermedad, llamada ?esperanza?. ?Sabes la buena noticia? Nosotros estamos aquí para ayudar.
—?Por qué no te matas a ti misma? —espeta ella—. ?Desgraciada!
La anciana sacude la cabeza, y da otra orden. Sin embargo, para sorpresa de sus compa?eros, el calvo comienza mueve la cabeza, incapaz de moverse.
—?Qué te ocurre, ahora? —exclama la anciana.
—?Por qué estoy viviendo?… —dice el hombre—. ?Por qué no puedo lanzarme al vacío? ??Por qué?!
—Nosotros también necesitamos ayuda —dicen alguien.
—Si te ayudamos, tú no podrás ayudarnos.
—?Al final habrá alguien que no recibe ayuda! —a?ade una se?ora.
—Cada vez es más difícil —dice otra anciana—. Los viejos no podemos subir sin lesionarnos...
—?Le han puesto vallas, y, y... y una red debajo!
—?Ese cabrón del gobernador!
—?Nosotros también podemos manifestarnos!
—?Sí, sí! ?No solo las máquinas!
Los individuos discuten a pleno volumen y, de vez en cuando, estalla el grito de: ??no solo las máquinas!?. Mana, con ambas de sus manos en la carcasa de Chinchin, siente de repente una violenta sacudida a su espalda.
—?Chin…?
Mana grita y cae con espanto peligrosamente sobre los escombros. Todos observan en silencio cómo la gran máquina hace crecer una macabra sonrisa en el lugar en la que antes tenía la parte frontal de su carcasa.
—??Qué es eso…!?
Chinchin se inclina hacia delante y da un pesado paso, hundiéndose en el suelo. Los individuos de blanco comienzan a gritar como condenados, y huyen uno tras otro, dejando sus cosas atrás y cayéndose. Cuando todo se vuelve tranquilo, el gran TES pierde el equilibrio y cae de cara sobre el suelo, y sus luces rojas se apagan.
—?Qué?... —Siel observa con ojos como platos. Luego sacude la cabeza, y exclama—: ?Mana!
La chica se aproxima a Chinchin en silencio y se acuclilla por unos segundos frente a la máquina.
—?Tenemos que levantarle!... —grita al cabo, volviéndose a Siel—. ?Rápido!
El chico busca replicar, pero finalmente acude con ansia, y ayuda tirando del mosquetón, tirando del mosquetón.
—Ngh… Nghh... —Siel aprieta los dientes—. No puedo…
Siel suelta un escandaloso grito y cae de espaldas. Tras esto Mana se acuclilla a ras suyo, con los ojos envueltos en una brillante y delgada capa.
—?No! —exclama ella—. ?Siel, tu hombro…!
—Maldición… —el chico ensombrece el gesto—. Realmente… no sirvo para nada… para nada…
—No hables… ?Te pondrás bien!
—No… —trata de replicar—. No… Yo ni siquiera… Yo...
—?Te duele?
—No puedo quitármelo de la cabeza… Pero lo que más duele... es ser un inútil.
La chica lo toma de la mano, y en medio del silencio comienza a sollozar. Pronto sus lamentos toman forma y reverberan por toda la ciudad fantasma.
—?Va todo bien?...
Mana y Siel se vuelven a toda prisa hacia un hombre, aparecido junto a una viga vertical. El individuo levanta un instante su gorra y luego se acerca a los dos.
—?No vengas! —grita Mana—. ?Márchate!
—Yo solo…
—??Fuera!!
—Espera… —Siel se incorpora, con cierta dificultad—. él no es como los demás.
—No tenéis buen aspecto —dice el hombre bajo un espeso vaho.
Mana aprieta los dientes y agarra una piedra del suelo, sirviendo de apoyo al debilitado Siel con su otra mano.
—?Uah, espera! —El hombre levanta las manos y, segundos después, retrocede ante el pedrazo—. ?Qué chica!
—?He dicho que te vayas a pastar!
Mana sorbe sus narices. Sus ojos, de un rojo clarecino, se dirigen hacia una nueva piedra; pero cuando levanta el brazo para disparar, Siel la toma por la mu?eca.
—Por favor… No pierdas los estribos…
La piedra cae de su mano, débilmente. Siel se pone en pie tambaleándose y el hombre acude para ayudar: pero esta vez Kimchi le corta el paso, mostrando sus afilados dientes.
—Kim, está bien —exclama Siel, apoyándose ahora en la gran máquina—. Se?or… Necesitamos ayuda para levantarlo.
—Chinchin… —Mana se enjuga las lágrimas.
—Claro, sin problema. Me llamo Kevin. ?Veis? —el hombre muestra sus manos—. No quiero haceros da?o.
—?De verdad?…
—Os ayudaré, claro —el hombre sonríe.
Los dos lo vuelven a intentar, esta vez con la colaboración de Kevin, y Chinchin queda erguido en poco tiempo.
—Listo —Kevin sacude sus manos.
—Muchísimas gracias…
Siel le sonríe. El hombre también sonríe y ase el pulgar. Mana lo mira en silencio en un gesto algo sombrío. Kimchi sigue gru?endo en su dirección, sin parar quieto en el mismo sitio. Finalmente, los tres comienzan a moverse por las carreteras vacías, invadidas por un nuevo silencio.